“Como la luz es al día y la sombra a la noche;
la actividad es al hombre y al espíritu la paz”.
josman
El inicio del día puede estar favorecido por una práctica de meditación para ser conscientes del aquí y ahora. Veinte minutos sentado sobre las rodillas, con un esbozo de sonrisa en la cara, la respiración profunda y larga, contando atentamente del uno al diez para volver a empezar, intentando limpiar la mente de todo lo que la aqueja.
Hay quienes dirán que esto sería mejor practicarlo de noche, ya para dormir. Y tendrán razón. Las prácticas aquí propuestas sólo son divisiones pedagógicas que, como la mayoría del conocimiento, pretenden hacerse vida. Pero en el transcurso nos sirven para ordenar el cuerpo y la mente.
Durante este tiempo de profundización hacia el campo unificado podemos propiciar la primavera de nuestra conciencia al conectarnos nuevamente con la fuente de todo, para regresar nutridos espiritualmente, con una nueva visión de las cosas. Para enfocar los mismos problemas de otra manera, y dejar florecer la creatividad, la energía y el fuego del espíritu.
Creo que es importante distinguir entre meditar y orar, y aún rezar. Aunque familiares de la disciplina y la comunicación divina, existen pequeños matices entre ellas. Durante el espacio de meditación, si se quiere, si es que surge alguna inspiración, se puede entablar un diálogo con el creador, con el todo, con el orden y generar realidades de palabras, fantasías, miedos e imaginaciones que más tarde pueden o no tener una representación en el plano físico. En realidad, este tipo de divagación es, precisamente, lo que se trata de evitar en la meditación. Y aclaro, meditar no es sentarse frente a una varita de incienso a alegorizar con “la loca de la casa” imitando una falsa serenidad mientras se nos entumen los pies. Ni repetir mantrams como merolico, ni orbitar sobre un solo pie durante cuarenta y cinco minutos. Ni abstraerse en una ásana de yoga mientras el cuerpo se exprime en sudor. Esas son formas de gimnasia para propiciar que la meditación se de.
Me atrevo a decir que meditar no es un proceso volitivo. Es una gracia. Lo que nos corresponde es propiciar este punto de contacto, este instante en el que somos conscientes del estar continuo, sin expectativas, aceptantes, presentes. Lo cual, como puedes imaginar, dura apenas pocos segundos.
El rezo, es decir, la repetición de bendiciones estructuradas, dichas de memoria, jaculatorias, afirmaciones, decretos, funcionan como lo hacen los mantrams, si en cada vuelta se intenta imprimir mayor profundidad en las palabras, asir su significado profundo y pronunciarlas como si fuera la primera vez que suenan en el mundo.
Contrario a lo que el vulgo cree, meditar es tener los pies en la tierra mucho más firmes. Lo otro es ensoñar y lo hacemos todo el tiempo. Mas, aún si lo hiciéramos conscientes, meditaríamos en la ensoñación. Se entiende que si caemos en una repetición mecánica y carrereada de poemas religiosos, la práctica perderá toda eficacia y nos convertiremos en saltimbanquis metafísicos.
Por ello, una vez aclarado el concepto esencial de meditación, podemos intentarlo bajo cualquier circunstancia y en cualquier lugar. Así sea en la fila del banco, durante el acto sexual, o a mitad de un puente peatonal sobre el periférico en viernes de quincena. No tiene nada que ver con hacer contacto con un ser superior, sino con superar las distracciones mentales y emocionales al estar presentes cada instante, para crear y recrear la germinación de nuestro espíritu, y poder sembrar, como en la estación reproductiva del año, un granito de arena en el desierto del alma.
El verano tiene la cualidad de madurar la vida; es el tiempo en que se gestan las crías y se cosechan los granos. Su atmósfera es la de una incubadora de prolijos caminos por donde la vida se vierte para alcanzar nuevas experiencias. He asociado este tiempo con la práctica del sueño. Dormir es el alimento indispensable para mantener el equilibrio físico y mental. Podríamos pasar semanas extremas sin comer o tomar agua, pero sin dormir no duraríamos más que algunos días nefastos.
Dormir es una forma de ponerse en automático, volver a la fuente y dejar que los sistemas del cuerpo se reparen por sí mismos. Es por eso que en ocasiones cuando estamos muy estresados y arribamos a ese estado de duermevela donde nos despedimos del puerto de la ilusión, llamada realidad, nos viene un sobresalto que acomoda y relaja los músculos que están tensos y magullados por la mala postura, y emociones reprimidas que se alojan en ellos. En este tiempo las células se reparan, y en la psique operan mecanismos de drenaje que detenemos en la vigilia, pues nos volveríamos locos, o al menos ganaríamos el mote de “fumados” (Zacatito pal conejo…) si expresáramos nuestras visiones en los cinco sentidos.
Los sueños, todos lo sabemos, se componen de fantasías, residuos de las experiencias del día, miedos y frustraciones. Son la pantalla de cine donde se dan cita nuestras más recónditas pasiones para sobreponerse unas a otras en una cópula que se disuelve en un bostezo reparador y unos estiramientos de brazos y espalda al abandonar la platea onírica por la mañana. Las preocupaciones, el ritmo acelerado de la vida, las exigencias y malos hábitos nos han alejado del sueño. Un gran porcentaje de individuos es esclavo del sueño artificial. Cada quien tiene su medida para dormir. Unos necesitan doce horas, otros con cuatro están como nuevos. Lo importante es no perder la oportunidad de viajar, al menos una vez cada veinticuatro horas, a ese país donde a veces, pareciera que resolvemos más que en la vigilia, para cosechar el fruto maduro de un nuevo día.
Existen organismos tan fuertes como a esos que la sabiduría popular califica de “aguantan un piano”. Rutinas treintagenarias respaldan la disciplina y el compromiso ininterrumpido de Don Voyderechoynomequito. Hasta que un mal día, cae enfermo o se muere de un infarto fulminante. Tan desconcertante como la historia del caballo que se estaba acostumbrando a no comer, hasta que se murió. Mi abuela decía: “El cuerpo hace su oficio”. Los años no pasan gratis.
La vida nos enseña que para que exista un polo debe de existir un anti-polo o su contrario y que únicamente danzando al ritmo del estira y afloja se puede ser verdaderamente consistente. Lo único que saben hacer nuestros músculos es contraerse y dilatarse, y para ello tienen mecanismos celulares muy sofisticados que conviene conocer. Nuestras actividades, emociones, exigencias, presiones, y jornadas de trabajo heroicas los estresan encogiéndolos hasta convertirlos en masa rígida muy difícil de volver a su estado natural. Pocas veces nos damos el tiempo para relajarlos, sentirlos, agradecerlos y facilitar su recuperación. De ahí los calambres sorpresivos en los momentos más inoportunos e incómodos; de ahí el entumecimiento o la falta de elasticidad; de ahí los hombros como piedra y los dolores de cabeza inexplicables, las fracturas absurdas y la consecuente rigidez física, y también la mental.
Después de un buen esfuerzo continuado, un tiempo de relajación cuerpo mente. Un otoño donde permitamos que las hojas secas caigan para darle espacio a las nuevas. Un tiempo donde la contemplación de la obra tenga respiro y resuelva su tensión, macerando su belleza en el silencio del vaivén como en un vals que gira sobre sí mismo y se contempla en la distancia.
Técnicas para relajarse hay muchísimas, tantas como individuos que hacen consciente su necesidad de volver al punto de partida. Cada quien sabe cómo se relaja, cada uno reconoce los beneficios. Te puedes sentar cómodamente en un sillón, acostarte sobre una estera y repasar mentalmente las partes de tu cuerpo, tus músculos, tus órganos, tus venas, arterias, nervios… hasta quedarte dormido. O bien, puedes tomar un masaje, pasar un rato en el Jacuzzi, en la cámara hiperbárica, etc. Una forma de relajar el músculo de la lógica, es leer poesía, escuchar jazz. A algunos les relaja una buena partida de dominó con los amigos.
¿Hace cuánto tiempo no te sientas a ver caer las hojas muertas de tu torbellino particular? ¿Hace cuántos otoños ocupas tu bolsa con hojas que están robándole espacio a las que siguen?
Después de todo el ajetreo del año, o del día, se antoja un buen descanso. En invierno por lo regular el frío nos invita al recogimiento, a la reflexión, y a la inactividad. Es tiempo de descansar. De disfrutar también de las previsiones hechas en las estaciones anteriores y gastar la energía con moderación. Para muchos simboliza la vejez. Y la imagen más común de un viejo es, precisamente, un individuo sentado con su cobija a cuadros sobre las rodillas mirando a través de la ventana del tiempo. No quiere decir que no se volverá a parar. Simplemente ha dejado de hacer lo que venía haciendo y descansa. Muchos hiperactivos reaccionarán diciendo “descansaré el día que me muera”. Y hay quien tiene pila para rato. Sin embargo, el descanso tiene otra cara muy interesante para el hiperkinético. Descansar es cambiar de actividad. Uno se cansa o cansa las cosas cuando las usa (fricción), pues ¿qué tal dejarlas descansar y hacerlo uno también dirigiendo esa gran energía hacia otro lado? La confusión en que hemos caído es que muchos entienden vacaciones como sinónimo de catatonia. Toda la inercia que vienen desarrollando durante la semana o un semestre la tiran por la borda el viernes por la tarde o al iniciar el verano, causándose un tremendo estrés tanto por el abandono súbito de su rutina como por la angustia que representa el retomarla, pudiendo aprovechar ese mismo vector intencionado en muchas y muy diversas áreas de atención, que lejos de abotagarlos en un sillón mullido frente al televisor, les brindará un descanso revitalizador y estimulante para vivir en plenitud. Como salir a cortar leña bajo la nieve y sin camisa.
Esta armonía se puede lograr identificando y combinando adecuadamente las cuatro estaciones del día (primavera-meditar, verano-dormir, otoño-relajar e invierno-descansar), respetando los ciclos naturales, comiendo bien y haciendo el suficiente ejercicio, no como para competir en una carrera de maratón, sino para tener el tono muscular y los reflejos que nos ayuden a prevenir caídas, tropezones y a dar pasos seguros, sin temor a rompernos una pierna a la menor arruga del tapete.