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domingo, 23 de septiembre de 2012

El día que decidí recuperar mi cuerpo, por José Manuel Ruiz Regil



Siempre he sido una persona robusta, digamos, de huesos anchos, o bien empaquetada, como le suelen decir algunos a los que el grueso de la población llama “gorditos”.  Pachón, ancho, llenito, fornido, grande, son otros de los adjetivos que a lo largo de la vida han podido ubicarme en el espacio. Como si el diminutivo les quitara el peso que la palabra no esconde. No omitiré los auto-infligidos cerdo, marrano o puerco con los que groseramente llegué a identificarme en los últimos tiempos, en un franco descaro de cinismo y autodestrucción compasiva. Sin embargo, en conciencia, siempre me he sentido más gordo de lo que en realidad he estado. Incluso cuando he bordeado el peso o la talla adecuada a mi índice de masa muscular, mi percepción ha sido desfasada. Alguna vez un amigo me dijo cuando en la charla le espeté un “cuando quiera bajo de peso”, -acuérdate que hay un punto de no retorno. Años después, me reconocí en ese espacio advertido, y quizás, fue cuando me abandoné, desahuciado a no volver a la salud y a perder mi forma humana.

Fue hasta que el dolor en los pies me resultó incapacitante, la ropa inabarcable y el cansancio insufrible, sólo por mencionar tres de los aspectos físicos que más me torturaban, pues el pensamiento suicida, la depresión constante, el mal humor y la amargura, por su parte, hacían lo suyo también. Un día mi primo Salvador (bendita la hora en que honra su nombre) me prestó un artículo de una revista, y un libro que contiene la investigación sobre el poder adictivo de los carbohidratos, y un plan para salir de esa dependencia. Durante cuatro décadas he probado cualquier cantidad de dietas, he seguido los programas más inverosímiles y he disfrutado también de los maravillosos resultados del ovo-lacto-vegetarianismo y del equilibro psico-físico que proporciona la práctica del Yoga. Sin embargo, por una u otra razón, en el momento más inadvertido he recaído en el desánimo que vuelve acrítico el acto de llevarse comida a la boca, aunque ésta no siempre sea alimento. 

Con ese anhelo y con el auto-reproche de haber estudiado lo suficiente de medicina y nutrición como para saber el daño terrible que mis atracones le provocaban a mis células, me adentré en la lectura, no sin la secreta esperanza de hallar en ella ese resorte que me devolviera a la conciencia de llevar a la práctica todo lo que había aprendido años atrás, y que hasta ese momento transgredía conscientemente en un desinterés total por cultivar mi salud.
Afortunadamente, desde las primeras páginas sentí el fuego necesario para decirme “este es mi último Twinky y mi última Coca”. Y así ha sido, pues desde ese momento decidí erradicar toda la comida chatarra, así como todos los carbohidratos refinados que acostumbraba, como quien decide no volver a tomar una gota de alcohol o a fumar un cigarrillo, después de una vida de excesos. De eso hace cuatro meses y puedo asegurarles que mi calidad de vida dio un vuelco de 180 grados. Lo que más me sorprendió fue el cambio mental. Bien sé que los grandes cambios son “momentum” en los que confluyen varias circunstancias en un tiempo-espacio determinado; pero vale la pena consignar que desde el primer día los pensamientos tristes, suicidas y amargos fueron disminuyendo. Me sorprendía ver cuántos momentos al día solía dar rienda suelta a los antojos, sustituyendo los antiguos pastelitos o dulces que nada más servían de inicio a una gran lista de efímeros placebos, por vasos de agua pura que me aclaraban la mente y me proporcionaban energía. Al término del primer mes sin carbohidratos el asombro rebasó los resultados físicos para regalarme una reflexión que trastocó mi vida. Caí en la cuenta de que prácticamente, era adicto a los carbohidratos desde la infancia. Toda mi vida me había desarrollado bajo el influjo de esa droga maledicta que me hacía perder la cabeza, me bajaba la energía y me mantenía en un estado de melancolía del que llegué, incluso, a vanagloriarme, sin contar la deformidad que causaba en mi físico. ¿Sería posible que detrás de mis indecisiones, de esa aparente bipolaridad, de esa ansiedad y tristeza crónicas estuviera el sustrato del exceso de azúcar refinada que había adoptado como refugio temporal, hasta que la muerte se nos interpusiera?

No voy a decir que fue fácil cambiar el mazapán de la esquina, seguido por el paquete de galletas, que antecedía a la barrita de fresa, que daba pie a las pasitas cubiertas de chocolate y que había que equilibrar con frituras de variada forma y sazón; o a la dona con café que había que rematar con otra dona; o la retahíla de tacos en la madrugada, hamburguesas o tortas gigantes acompañadas de refresco antes de volver pleno a la casa a trasnochar el insomnio; no. Pero tampoco fue difícil, y eso es lo que me tiene azorado hasta la fecha. El ahorro enorme que he podido hacer de energía morbosa, y de dinero malgastado en la producción de un suicidio lento, caro y deprimente.

Ahora, con dos tallas menos y mucha alegría más puedo ver con claridad al monstruo de la dependencia acechar en los empaques de “muerte”, despreciados por mi abstinencia. Transito por la vida como un carbo-adicto en recuperación. Con las mismas tentaciones de un alcohólico o un heroinómano en remisión. Consciente de mis auto-sabotajes, pero con el apoyo irrestricto de mi mujer y un convencimiento evidente que ningún esfuerzo de mi vanidad juvenil podría superar.

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